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miércoles, 10 de noviembre de 2010

FRAGMENTO LITERARIO: LECTURA El infierno de Azaña

Perdida la Guerra Civil, Manuel Azaña se vio abandonado por casi todos los suyos y vivió huyendo de franquistas y nazis hasta su muerte, hace ahora 70 años. Extracto de un nuevo libro sobre el ex presidente de la II República

Mientras el ahora simple ciudadano Manuel Azaña vivía aquel exilio introvertido y melancólico, las autoridades franquistas incoaban en Madrid un expediente, iniciado el 31 de agosto de 1939, a quien fuera símbolo de la República. Con su casona familiar de Alcalá saqueada y posteriormente ocupada por la Falange, los servicios policiales y militares iban calificando a Azaña de persona "de carácter seco, agrio, con dureza más efectiva que real", iban tildando al político de "hábil sofista, contundente polemista y enemigo rencoroso de la Iglesia" y, en definitiva, iban desgranando los tópicos que más tarde persiguieron, durante las décadas del franquismo, al jefe del Estado republicano. Maricón, pervertido, anticlerical, monstruo, cobarde o destructor del Ejército y de los valores patrios fueron lugares comunes de una de las campañas de desprestigio más sistemáticas y brutales de la España contemporánea.
Diplomáticos mexicanos protegieron al ex jefe del Estado español en sus últimos meses de vida azarosa en Francia
Cuando el tribunal de depuración dictó su sentencia, en abril de 1941, Azaña ya había muerto, aunque esa circunstancia no impidió que fuera condenado al pago de 100 millones de pesetas, una fortuna para la época.
(...) La incomodidad y el nerviosismo de todos aumentó enormemente cuando el 1 de septiembre de aquel año (1939) la Alemania nazi ocupó Polonia y obligó a Francia y el Reino Unido a declarar la guerra a Hitler. El temor a una invasión germana del territorio francés y los recelos hacia la posibilidad de que Suiza pudiera perder su neutralidad llevaron a los Azaña Rivas a sopesar la posibilidad de trasladarse al oeste de Francia. "No creo que Franco vaya a buscarnos a Burdeos", fue el comentario esperanzado de don Manuel. Se equivocaba, no obstante. De este modo, el grupo refugiado en Collonges-sous-Salève recogía la sugerencia que les había hecho Carlos Montilla, ex embajador republicano en Belgrado y La Habana, un diplomático demócrata y admirador de Azaña, a quien había visitado en su refugio alpino. Así pues, a mediados de octubre, Manuel Azaña y su inseparable cuñado realizaron el largo viaje desde Collonges-sous-Salève hasta Arcachon en ferrocarril, y no por carretera, dadas las dificultades para conseguir gasolina y permisos de circulación en Francia una vez iniciada la guerra. Guiados por Montilla y por su mujer, que ya se habían instalado en Pyla-sur-Mer, llegaron a aquel paraje de la costa atlántica, famoso por sus inmensas dunas, muy cerca de Arcachon y a 50 kilómetros de Burdeos.
(...) A medida que pasaban los meses de su exilio francés, el ex presidente se iba desilusionando de la actitud del país vecino, esa Francia a la que él había admirado, casi reverenciado, desde su juventud. Pero cuando llegó la hora del destierro, Azaña se percató de que, junto a una minoría de franceses, que lo saludaban y lo elogiaban en la calle, el resto de ciudadanos y, de manera especial, las autoridades adoptaban una actitud despectiva no tanto hacia su persona, sino, lo que era más grave, hacia el régimen republicano que él había encarnado. Así pues, sus críticas hacia la cínica e injusta política de no intervención durante la guerra se vieron acrecentadas por el trato que se daba a los españoles en los campos de concentración del Mediodía francés, por la escasa consideración que recibían los combatientes de la República y, en suma, por el menosprecio del que eran objeto unos soldados y civiles que habían defendido en España la libertad de Europa.
Esta actitud miope y cobarde de los gobiernos de París le indignó mucho. No fue el único refugiado de talla que dejó constancia de su decepción con Francia. La abogada, miembro de Izquierda Republicana y diputada Victoria Kent, enviada por el Gobierno en 1937 a la embajada en París para canalizar la salida de los refugiados, se vio forzada, tras la entrada de los nazis en la capital francesa en junio de 1940, a vivir de forma clandestina durante cuatro años para evitar que la Gestapo y la policía franquista la detuvieran y la deportaran a España para ser juzgada y "probablemente fusilada", como dijo ella misma. Con el nombre falso de madame Duval, y protegida por la Cruz Roja y la Resistencia, Kent pudo observar la actitud de los franceses, que osciló entre el colaboracionismo y la oposición, pasando por una gran mayoría acomodaticia.
(...) Los temores a que Azaña fuera detenido por la Gestapo, que dominaba la zona de Arcachon y toda la fachada atlántica francesa hasta la frontera con España, se volvieron más fundados cada día que pasaba, y por ello los diplomáticos mexicanos, que se habían hecho cargo de su protección, recomendaron su desplazamiento hacia el sureste de Francia. Es importante reseñar que los terribles oficiales nazis actuaron durante aquellos tiempos a las órdenes de la policía franquista en lo que se refería a la persecución y detención de dirigentes republicanos, y el ex jefe del Estado era, por supuesto, una de las piezas más codiciadas por el nuevo régimen fascista. De hecho, el cuñado de Franco y ministro de Exteriores, Ramón Serrano Súñer, puso especial empeño en que Azaña fuera extraditado, si bien no logró su propósito. Convencido, pues, por los mexicanos, el matrimonio Azaña Rivas decidió finalmente abandonar Pyla-sur-Mer. Su secretario, Martínez Saura, refirió en sus memorias la marcha de Azaña, a finales de junio, desde Pyla-sur-Mer hasta Montauban, una pequeña ciudad de provincias cercana a Toulouse. (...) El grupo salió de Pyla-sur-Mer con los nazis pisándoles literalmente los talones.
(...) Todo el cuadro se había oscurecido aún más desde que la pareja recibiese la noticia de que la Gestapo y la policía franquista habían detenido a Cipriano Rivas Cherif (cuñado de Azaña), Carlos Montilla y Miguel Salvador, un ex diputado de Izquierda Republicana en Pyla-sur-Mer, el 10 de julio, poco después de la marcha de los Azaña Rivas. Los tres fueron extraditados casi de inmediato a España, donde fueron juzgados en consejo de guerra sumarísimo y condenados a la pena de muerte, una noticia que fue conocida a finales de aquel septiembre. (...) Azaña, que había sufrido un amago de infarto cerebral al conocer aquella noticia, ya casi no podía ni hablar y estaba, por tanto, incapacitado para realizar ningún tipo de gestión. Sólo acertó a decir en una ocasión: "¡Bien saben lo que me han hecho! Esto sí que no lo resisto!".

Ciudadano Azaña, de Miguel Ángel Villena. Editorial Península. Precio: 23,90 euros.

jueves, 3 de diciembre de 2009

SE LO DEBEMOS (publicado el 26-9-2006)

Hace unas semanas tuve la oportunidad de leer un artículo de opinión de un colaborador de este periódico titulado “Amnesia histórica”. En éste su autor defendía que la nueva ley de la memoria histórica aprobada por el congreso de los diputados es inadecuada porque significa abrir viejas heridas de una guerra civil española en la que se produjo un terrible fifty-fifty que nadie debería satisfacer ni homenajear. Al leer este artículo me vi obligado a no ser hipócrita con mi forma de pensar y sentir, e intentar disentir de la argumentación de este artículo.

Soy joven, tengo 21 años, no viví la guerra, ni la dictadura, ni la transición. Y tuve la suerte de no contar con ningún familiar dentro de la contienda en ninguno de los dos bandos. La República y la Guerra Civil son dos temas que me fascinan; la lucha de la democracia y la libertad contra el fascismo y la injusticia. Por ello he intentado conocer cuales fueron y como transcurrieron los hechos de este “error” de la historia española, y por tanto, a pesar de no haber vivido esta parte nefasta de la historia de nuestro país, creo que estoy capacitado para poder afirmar en este momento que esta ley es necesaria.

Primero porque cómo se van abrir viejas heridas cuando estas nunca fueron cerradas; nuestra modélica transición a la democracia se olvidó de hacerlo con quienes 40 años antes habían luchado y muerto por ella. Cuando los rebeldes (su verdadero nombre antes de que los nazis los rebautizaran como nacionalistas por cuestión de imagen) ganaron la guerra, Franco tuvo la oportunidad de acabar con el sufrimiento de toda la población, harta de 3 años de hambre, sufrimiento y destrucción; y en cambio postergó la de la otra España 40 años más. Durante las cuatro décadas de la dictadura se homenajeó y glorificó a la figura del soldado nacional y a todo aquel que luchó contra la “amenaza marxista”, la patraña inventada por el director del golpe, el general Mola, para legitimarlo (curioso cuando al principio de la guerra el Partido Comunista Español apenas contaba con afiliados en comparación con otras fuerzas de izquierdas).

Antagónicamente, durante esos 40 años el régimen se encargó de castigar severamente a todo aquel que luchó por la libertad y defendió las ideas de la república –tuviera o no las manos manchadas de sangre– y de enterrar todo aquello por lo que lucharon y que ahora valoramos como el mejor tesoro de nuestra sociedad, la democracia. Actualmente, nadie dudará de que, desde que llegó la democracia, las cotas de libertad y de bienestar de nuestro país son inmensas en comparación con tiempos pasados; nadie dudaría en protestar y, si se diera el caso, en luchar si alguien quisiera arrebatarnos nuestra libertad. Durante 40 años ellos honraron a los suyos, no se olvidaron de ellos. ¿Por qué nosotros deberíamos olvidar y no honrar a quienes lucharon por lo que hoy valoramos tanto? Se lo debemos, pues aún hoy en día hay familias que no saben donde yacen sus familiares asesinados por la barbarie.

Alguien me respondería que fue una guerra, que en una guerra se cometen atrocidades por parte de los dos bandos, atrocidades que no se deberían homenajear, y estoy de acuerdo, pero el caso de nuestra guerra civil fue diferente. En España existía un gobierno legalmente establecido por el poder del pueblo, y al cual le fue trasgredida su legitimidad por los de siempre: el ejército, la iglesia, la aristocracia y los grandes empresarios y terratenientes. Aquellos que otra vez en la historia se mostraban como garantes del orden social cuando veían que sus intereses podían ser perjudicados para intentar equilibrar los inmensos desequilibrios de la sociedad española. La república lo intentó con la reforma agraria, del ejército y la nueva ley educativa, pero el egoísmo de los generales africanistas, del clero (que después de 70 años aún no ha pedido perdón por el apoyo al golpe y a 40 años de dictadura) y los caciques regionales impidió que se pudieran llevar a cabo. Algunos historiadores revisionistas dirán que fue la propia situación caótica de la República la que llevó al golpe, pero fueron los grupos de ultraderecha –como el partido político de Calvo Sotelo, Bloque Nacional que subvencionaba a los pistoleros de La Falange– quienes crearon la espiral de violencia con la colaboración, ignorante y también violenta, de los sindicatos de izquierdas, espiral deseada para crear la atmósfera de crispación necesaria para que el golpe tuviera apoyo.

En está guerra se produjeron atrocidades por parte de los dos bandos, pero jamás existió el famoso fifty-fifty. La utilización de violencia extrema entraba dentro del plan del golpe ideado por Mola como una pieza básica de éste; representaba el instrumento de terror necesario para amedrentar a las masas y encontrar la menor oposición al golpe. Los rebeldes asesinaron a miles de personas de una forma sistemática, metódica y fría. De esta forma cayeron fusiladas 200.000 personas desde el inicio de la guerra hasta siete años después de finalizada (en el campo de batalla se produjeron 125.000 muertes de los dos bandos durante toda la guerra). En el otro bando también se produjeron atrocidades, 25.000 fusilamientos y no olvidemos a las “checas”, pero en cambio el gobierno de la República las persiguió y las castigó dentro de sus límites. El gobierno de la República no patrocinó la violencia y quienes las cometieron fueron personas enloquecidas por los excepcionales sucesos que se estaban produciendo. No los estoy defendiendo, pero no hubieran llegado a esa situación si no se hubiera llevado a cabo el golpe y la posterior guerra.

A pesar de los malos momentos que por entonces podría estar pasando la República, era un sistema justo y legal, con un gobierno elegido legítimamente. Ningún golpe de estado ni ninguna guerra, pueden ser aceptados como necesarios. Todo, hasta la frontera más infranqueable, debe arreglarse mediante la razón y el diálogo y nunca mediante el uso de la fuerza; ésta no debería usarse jamás, ni siquiera como último recurso. Ellos lucharon por su libertad como nosotros lucharíamos por la nuestra. Ellos lucharon por nuestra libertad. Por ello, pienso que se lo debemos.