Perdida la Guerra Civil, Manuel Azaña se vio abandonado por casi todos los suyos y vivió huyendo de franquistas y nazis hasta su muerte, hace ahora 70 años. Extracto de un nuevo libro sobre el ex presidente de la II República
Mientras el ahora simple ciudadano Manuel Azaña vivía aquel exilio introvertido y melancólico, las autoridades franquistas incoaban en Madrid un expediente, iniciado el 31 de agosto de 1939, a quien fuera símbolo de la República. Con su casona familiar de Alcalá saqueada y posteriormente ocupada por la Falange, los servicios policiales y militares iban calificando a Azaña de persona "de carácter seco, agrio, con dureza más efectiva que real", iban tildando al político de "hábil sofista, contundente polemista y enemigo rencoroso de la Iglesia" y, en definitiva, iban desgranando los tópicos que más tarde persiguieron, durante las décadas del franquismo, al jefe del Estado republicano. Maricón, pervertido, anticlerical, monstruo, cobarde o destructor del Ejército y de los valores patrios fueron lugares comunes de una de las campañas de desprestigio más sistemáticas y brutales de la España contemporánea.
Diplomáticos mexicanos protegieron al ex jefe del Estado español en sus últimos meses de vida azarosa en Francia
Cuando el tribunal de depuración dictó su sentencia, en abril de 1941, Azaña ya había muerto, aunque esa circunstancia no impidió que fuera condenado al pago de 100 millones de pesetas, una fortuna para la época.
(...) La incomodidad y el nerviosismo de todos aumentó enormemente cuando el 1 de septiembre de aquel año (1939) la Alemania nazi ocupó Polonia y obligó a Francia y el Reino Unido a declarar la guerra a Hitler. El temor a una invasión germana del territorio francés y los recelos hacia la posibilidad de que Suiza pudiera perder su neutralidad llevaron a los Azaña Rivas a sopesar la posibilidad de trasladarse al oeste de Francia. "No creo que Franco vaya a buscarnos a Burdeos", fue el comentario esperanzado de don Manuel. Se equivocaba, no obstante. De este modo, el grupo refugiado en Collonges-sous-Salève recogía la sugerencia que les había hecho Carlos Montilla, ex embajador republicano en Belgrado y La Habana, un diplomático demócrata y admirador de Azaña, a quien había visitado en su refugio alpino. Así pues, a mediados de octubre, Manuel Azaña y su inseparable cuñado realizaron el largo viaje desde Collonges-sous-Salève hasta Arcachon en ferrocarril, y no por carretera, dadas las dificultades para conseguir gasolina y permisos de circulación en Francia una vez iniciada la guerra. Guiados por Montilla y por su mujer, que ya se habían instalado en Pyla-sur-Mer, llegaron a aquel paraje de la costa atlántica, famoso por sus inmensas dunas, muy cerca de Arcachon y a 50 kilómetros de Burdeos.
(...) A medida que pasaban los meses de su exilio francés, el ex presidente se iba desilusionando de la actitud del país vecino, esa Francia a la que él había admirado, casi reverenciado, desde su juventud. Pero cuando llegó la hora del destierro, Azaña se percató de que, junto a una minoría de franceses, que lo saludaban y lo elogiaban en la calle, el resto de ciudadanos y, de manera especial, las autoridades adoptaban una actitud despectiva no tanto hacia su persona, sino, lo que era más grave, hacia el régimen republicano que él había encarnado. Así pues, sus críticas hacia la cínica e injusta política de no intervención durante la guerra se vieron acrecentadas por el trato que se daba a los españoles en los campos de concentración del Mediodía francés, por la escasa consideración que recibían los combatientes de la República y, en suma, por el menosprecio del que eran objeto unos soldados y civiles que habían defendido en España la libertad de Europa.
Esta actitud miope y cobarde de los gobiernos de París le indignó mucho. No fue el único refugiado de talla que dejó constancia de su decepción con Francia. La abogada, miembro de Izquierda Republicana y diputada Victoria Kent, enviada por el Gobierno en 1937 a la embajada en París para canalizar la salida de los refugiados, se vio forzada, tras la entrada de los nazis en la capital francesa en junio de 1940, a vivir de forma clandestina durante cuatro años para evitar que la Gestapo y la policía franquista la detuvieran y la deportaran a España para ser juzgada y "probablemente fusilada", como dijo ella misma. Con el nombre falso de madame Duval, y protegida por la Cruz Roja y la Resistencia, Kent pudo observar la actitud de los franceses, que osciló entre el colaboracionismo y la oposición, pasando por una gran mayoría acomodaticia.
(...) Los temores a que Azaña fuera detenido por la Gestapo, que dominaba la zona de Arcachon y toda la fachada atlántica francesa hasta la frontera con España, se volvieron más fundados cada día que pasaba, y por ello los diplomáticos mexicanos, que se habían hecho cargo de su protección, recomendaron su desplazamiento hacia el sureste de Francia. Es importante reseñar que los terribles oficiales nazis actuaron durante aquellos tiempos a las órdenes de la policía franquista en lo que se refería a la persecución y detención de dirigentes republicanos, y el ex jefe del Estado era, por supuesto, una de las piezas más codiciadas por el nuevo régimen fascista. De hecho, el cuñado de Franco y ministro de Exteriores, Ramón Serrano Súñer, puso especial empeño en que Azaña fuera extraditado, si bien no logró su propósito. Convencido, pues, por los mexicanos, el matrimonio Azaña Rivas decidió finalmente abandonar Pyla-sur-Mer. Su secretario, Martínez Saura, refirió en sus memorias la marcha de Azaña, a finales de junio, desde Pyla-sur-Mer hasta Montauban, una pequeña ciudad de provincias cercana a Toulouse. (...) El grupo salió de Pyla-sur-Mer con los nazis pisándoles literalmente los talones.
(...) Todo el cuadro se había oscurecido aún más desde que la pareja recibiese la noticia de que la Gestapo y la policía franquista habían detenido a Cipriano Rivas Cherif (cuñado de Azaña), Carlos Montilla y Miguel Salvador, un ex diputado de Izquierda Republicana en Pyla-sur-Mer, el 10 de julio, poco después de la marcha de los Azaña Rivas. Los tres fueron extraditados casi de inmediato a España, donde fueron juzgados en consejo de guerra sumarísimo y condenados a la pena de muerte, una noticia que fue conocida a finales de aquel septiembre. (...) Azaña, que había sufrido un amago de infarto cerebral al conocer aquella noticia, ya casi no podía ni hablar y estaba, por tanto, incapacitado para realizar ningún tipo de gestión. Sólo acertó a decir en una ocasión: "¡Bien saben lo que me han hecho! Esto sí que no lo resisto!".
Ciudadano Azaña, de Miguel Ángel Villena. Editorial Península. Precio: 23,90 euros.
miércoles, 10 de noviembre de 2010
FRAGMENTO LITERARIO: LECTURA El infierno de Azaña
Etiquetas:
Azaña,
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