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domingo, 1 de mayo de 2011
Día 1 de Mayo. Día de los trabajadores.
Hay palabras que suenan tan ciertas ahora como hace 125 años: "Mientras unos amontonan millones otros caen en la degradación y la miseria, así como el agua y aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres de ciencias debes ser utilizados en beneficio de todos!! Vuestras leyes están en oposición con la naturaleza. Mediante ellas robaís a las masas del pueblo a la vida, a la libertad y al bienestar. No combato individualmente a los capitalistas, combato al sistema que produce esos privilegios. Mi mas ardiente deseo que trabajadores sepan quienes son sus enemigos y quienes sus amigos. Todo lo demás merece mi desprecio" (George Engel, fue un anarquista y sindicalista ejecutado mediante ahorcamiento en la Revuelta de Haymarket,junto con Albert Parsons, August Spies, y Adolph Fischer, los "martires de Chicago" en 1886)
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Hessel y los valencianos (Francesc Michavila)
El acontecimiento literario del año en Francia ha sido la aparición de un opúsculo vibrante, como si estuviese escrito con el corazón. El pequeño libro, titulado Indignez-vous (Indignaos), consiste en un alegato de Stéphane Hessel, un viejo y sabio diplomático francés comprometido toda su vida con su país. Hessel tiene 93 años. La edad del autor resalta por el verbo apasionado que emplea, con el que no duda en golpear la conciencia conformista de los jóvenes.
'Indignaos' llama a la instauración de una verdadera democracia económica y social Hessel, en su obra, de la que en tres meses escasos ha vendido más de millón y medio de ejemplares, reclama los valores de la Resistencia, plenos de una vitalidad que contrasta con la indiferencia o la apatía de muchos ciudadanos actuales, ante los atropellos o las injusticias. En el texto, en el que plasma su compromiso vital, afirma su anhelo de "velar todos juntos para que nuestra sociedad siga siendo una sociedad de la que estemos orgullosos".
Lo compré en el bulevar Saint Michel de París, enfrente de los Jardines de Luxemburgo. Sentí intensa emoción al hacerlo. No pude resistir la tentación de comprar varias copias y, a modo de regalo, difundir sus ideas. A la salida de la librería pensé en mi tierra valenciana. Pensé en las numerosas razones que tienen los valencianos para indignarse. En mi interior se juntaron sentimientos y un impacto íntimo, una llamada a la conciencia. El motivo de la resistencia, dice el autor, es la indignación. La indignación emana de una voluntad de compromiso. "Os deseo a todos que tengáis vuestro motivo de indignación", proclama con solemnidad.
La llamada que realiza el libro es una reivindicación de los valores eternos. La instauración de una verdadera democracia económica y social. Hessel se indigna porque la distancia entre el poder adquisitivo de los ricos y los pobres jamás ha sido tan grande. "El justo reparto de las riquezas creadas por el mundo del trabajo", dice, debe primar sobre "el poder del dinero". Hessel pasa revista a la disponibilidad de los recursos energéticos, a la garantía que deben tener los ciudadanos de suficientes medios de subsistencia, al derecho a una instrucción más elevada, y concluye que el salario ha de ser la base de los derechos sociales.
Tras su lectura, no es difícil sentir el espíritu imbuido de la idea de que la peor de las actitudes es la indiferencia. Que es necesaria una reivindicación del optimismo, que quizá esta sea la hora de la insurrección pacífica, y quien busca motivos para indignarse los encontrará.
Soy valenciano por los 16 costados, al modo que decía Unamuno en una carta a Cándamo en 1900 sobre su condición de vasco, y siento a mi pueblo a través de todos mis poros. Así ha sido siempre en mi vida, y por eso me pregunto ahora: ¿cómo es posible el silencio resignado de un pueblo del que antes, en la adolescencia y la juventud, presumía ante mis amigos? De su historia me sentía orgulloso, y no había conversación en la que no hallase motivos para destacar mi origen. Ahora, frecuentemente, me callo. ¡La mansedumbre! ¡La docilidad! ¿Por qué esta conformidad ante las tropelías? ¿A qué viene esta resignación, que acepta los males como inevitables? ¿Es ello propio de los "valencianos de alegría", como nos llamaba Miguel Hernández en Vientos del pueblo?
La mala imagen que se percibe fuera de lo que acontece en la sociedad valenciana es constante. Noticias de corrupciones cotidianas. Escándalos que ocurren casi a diario. Personajes oscuros, negocios inconfesables, tramas indecentes de intereses. Ante ello, una gran parte de nuestro pueblo acepta el panorama como si fuese definitivo. Muchos miran hacia otro lado. ¿Tan baja es nuestra autoestima? Parece como si estuviésemos en el paraíso de la ignominia.
¿Por qué? ¿A cambio de qué este silencio? Los datos por los que se mide la situación de la sociedad y el estado de la economía no justifican ningún tipo de complicidad. El paro en la sociedad valenciana es superior a la media española, y la comparación evoluciona a peor. El nivel de formación es inferior. En valores relativos, la renta per cápita de los valencianos empeora. Parece como si fuésemos un pueblo insustancial, sin alma, al que nada le duele y todo le resbala. En pocos lugares, en pocas sociedades, podría tener tanta validez el alegato de Hessel como en nuestra amada tierra valenciana. Es como si estuviese hecho a propósito para los valencianos.
Indignarse es el primer paso que hay que dar para creer en un pueblo como proyecto colectivo, para avanzar por el camino que nos permita llegar a sentirnos orgullosos de cómo somos. Es la hora de la indignación para los valencianos. Indignación, sí; pasividad, no. Acaso sea también la hora de la insurrección pacífica, pues no somos un pueblo derrotado. Cierto es que de tanto conmemorar derrotas nos hemos acostumbrado a tenerlas permanentemente en la retina.
El valenciano es un pueblo con muchas virtudes. Ama la vida, es innovador, el arte y la música le definen. Le gusta viajar, es vitalista. Es festivo. Es laborioso. Es creativo. Por ello, y por otras muchas más razones, ha de ser consciente de sus valores, ufanarse de ellos y reivindicarlos permanentemente. Fuster le dio un proyecto de futuro, su pensamiento lo vertebraba; pero, si no es ese, que sea otro, pero que sea uno. Durante siglos el valenciano fue un pueblo de resistentes. ¿Qué complejo esconde ahora para no seguir siéndolo? Debe levantar ya la voz, y decir basta.
Valencianos: indignaos.
http://www.indignaos.com/
Francesc Michavila es catedrático de Matemática Aplicada y director de la Cátedra Unesco de Gestión y Política Universitaria de la Universidad Politécnica de Madrid.
'Indignaos' llama a la instauración de una verdadera democracia económica y social Hessel, en su obra, de la que en tres meses escasos ha vendido más de millón y medio de ejemplares, reclama los valores de la Resistencia, plenos de una vitalidad que contrasta con la indiferencia o la apatía de muchos ciudadanos actuales, ante los atropellos o las injusticias. En el texto, en el que plasma su compromiso vital, afirma su anhelo de "velar todos juntos para que nuestra sociedad siga siendo una sociedad de la que estemos orgullosos".
Lo compré en el bulevar Saint Michel de París, enfrente de los Jardines de Luxemburgo. Sentí intensa emoción al hacerlo. No pude resistir la tentación de comprar varias copias y, a modo de regalo, difundir sus ideas. A la salida de la librería pensé en mi tierra valenciana. Pensé en las numerosas razones que tienen los valencianos para indignarse. En mi interior se juntaron sentimientos y un impacto íntimo, una llamada a la conciencia. El motivo de la resistencia, dice el autor, es la indignación. La indignación emana de una voluntad de compromiso. "Os deseo a todos que tengáis vuestro motivo de indignación", proclama con solemnidad.
La llamada que realiza el libro es una reivindicación de los valores eternos. La instauración de una verdadera democracia económica y social. Hessel se indigna porque la distancia entre el poder adquisitivo de los ricos y los pobres jamás ha sido tan grande. "El justo reparto de las riquezas creadas por el mundo del trabajo", dice, debe primar sobre "el poder del dinero". Hessel pasa revista a la disponibilidad de los recursos energéticos, a la garantía que deben tener los ciudadanos de suficientes medios de subsistencia, al derecho a una instrucción más elevada, y concluye que el salario ha de ser la base de los derechos sociales.
Tras su lectura, no es difícil sentir el espíritu imbuido de la idea de que la peor de las actitudes es la indiferencia. Que es necesaria una reivindicación del optimismo, que quizá esta sea la hora de la insurrección pacífica, y quien busca motivos para indignarse los encontrará.
Soy valenciano por los 16 costados, al modo que decía Unamuno en una carta a Cándamo en 1900 sobre su condición de vasco, y siento a mi pueblo a través de todos mis poros. Así ha sido siempre en mi vida, y por eso me pregunto ahora: ¿cómo es posible el silencio resignado de un pueblo del que antes, en la adolescencia y la juventud, presumía ante mis amigos? De su historia me sentía orgulloso, y no había conversación en la que no hallase motivos para destacar mi origen. Ahora, frecuentemente, me callo. ¡La mansedumbre! ¡La docilidad! ¿Por qué esta conformidad ante las tropelías? ¿A qué viene esta resignación, que acepta los males como inevitables? ¿Es ello propio de los "valencianos de alegría", como nos llamaba Miguel Hernández en Vientos del pueblo?
La mala imagen que se percibe fuera de lo que acontece en la sociedad valenciana es constante. Noticias de corrupciones cotidianas. Escándalos que ocurren casi a diario. Personajes oscuros, negocios inconfesables, tramas indecentes de intereses. Ante ello, una gran parte de nuestro pueblo acepta el panorama como si fuese definitivo. Muchos miran hacia otro lado. ¿Tan baja es nuestra autoestima? Parece como si estuviésemos en el paraíso de la ignominia.
¿Por qué? ¿A cambio de qué este silencio? Los datos por los que se mide la situación de la sociedad y el estado de la economía no justifican ningún tipo de complicidad. El paro en la sociedad valenciana es superior a la media española, y la comparación evoluciona a peor. El nivel de formación es inferior. En valores relativos, la renta per cápita de los valencianos empeora. Parece como si fuésemos un pueblo insustancial, sin alma, al que nada le duele y todo le resbala. En pocos lugares, en pocas sociedades, podría tener tanta validez el alegato de Hessel como en nuestra amada tierra valenciana. Es como si estuviese hecho a propósito para los valencianos.
Indignarse es el primer paso que hay que dar para creer en un pueblo como proyecto colectivo, para avanzar por el camino que nos permita llegar a sentirnos orgullosos de cómo somos. Es la hora de la indignación para los valencianos. Indignación, sí; pasividad, no. Acaso sea también la hora de la insurrección pacífica, pues no somos un pueblo derrotado. Cierto es que de tanto conmemorar derrotas nos hemos acostumbrado a tenerlas permanentemente en la retina.
El valenciano es un pueblo con muchas virtudes. Ama la vida, es innovador, el arte y la música le definen. Le gusta viajar, es vitalista. Es festivo. Es laborioso. Es creativo. Por ello, y por otras muchas más razones, ha de ser consciente de sus valores, ufanarse de ellos y reivindicarlos permanentemente. Fuster le dio un proyecto de futuro, su pensamiento lo vertebraba; pero, si no es ese, que sea otro, pero que sea uno. Durante siglos el valenciano fue un pueblo de resistentes. ¿Qué complejo esconde ahora para no seguir siéndolo? Debe levantar ya la voz, y decir basta.
Valencianos: indignaos.
http://www.indignaos.com/
Francesc Michavila es catedrático de Matemática Aplicada y director de la Cátedra Unesco de Gestión y Política Universitaria de la Universidad Politécnica de Madrid.
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jueves, 26 de agosto de 2010
Crisis de sistema y crisis de valores (Art. de opinión de José Manuel Vidal García)
La crisis que asola España no es una crisis del sistema capitalista, como se ha dicho. Es una crisis de ética. Yo no sé mucho de política, pero sí sé algo de ética. La ética es no cobrar tres pesetas por algo que vale una. Es hacer un contrato razonable a un trabajador por el razonable trabajo desempeñado. Sin necesidad de que nadie tenga que exigir el cumplimiento de unos derechos que ya de por sí se poseen.
Si yo tengo una cartera de piel, usada, y deseo venderla, es legítimo querer alcanzar el máximo beneficio. Pero si te la quiero colocar por un precio desorbitado, unos me llamarán capitalista o neoliberal: el que optimiza al máximo los beneficios; una persona normal, de a pie, me llamará por mi nombre: ladrón.
Lo que nos hemos encontrado en España es algo parecido. Por una parte, la falta de imaginación en el ámbito empresarial y por otra el hijoputismo cultural que venimos arrastrando no sé desde cuándo.
La falta de imaginación empresarial se ceba con los que menos preparación tienen, que en un país como éste, gozosamente inculto, que saca pecho por ello, porque supone la inmediata claudicación ante economías más potentes o baratas. Porque cualquier economía nos hace sombra, supone una amenaza para la modestita economía patria. Antes de que los bancos cortasen la línea de crédito que mantenía a flote a muchas empresas, eran los chinos, más baratos, los que suponían una negra amenaza para las débiles empresas españolas, especialmente en el sector textil o en el del calzado. Donde se va al día, no se investiga, no se invierte: no se innova y por tanto, no se podía competir. Antes de esto, el campo español se veía amenazado por las frutas y hortalizas que venían, por ejemplo, de Marruecos.
Alemania ya está creciendo. Como Inglaterra o Francia. España sigue y seguirá a la cola. Merced a los poderes políticos y económicos que nos rigen. Los que realmente han fallado en esta economía de supervivencia. Los que no han fallado han sido los trabajadores, la gente de la calle, la que va a la fábrica y trabaja sin cobrar. Los rectores políticos y económicos del país: esos son los que han fracasado.
El hijoputismo cultural es el hecho constatado de que en España sólo triunfa el que parece que puede repartir más puñaladas y se condena con frecuencia al más capaz por el sólo hecho de serlo. No en balde, somos el país de la envidia. Así, en los partidos políticos sólo medran aquellos que más daño son capaces de infligir a sus rivales. Sin primar la inteligencia o la capacidad de gestión. ¿Ejemplos? A millones. Pero suelen coincidir con sus líderes y sus escuderos.
Pero eso no es más que un reflejo de lo que la sociedad, el pueblo llano, ha ido haciendo con los años. El hijoputismo que se llama a sí mismo pillo o listo y que no es otra cosa que tratar de aprovecharse vergonzosamente de la situación para prevalecer, más allá de lo razonable, lo justo, lo ético. Vender el piso de la abuela, con más de 30 años, por 125 mil euros, era de listos. Montar una empresa, cobrar las subvenciones y después despedir a los trabajadores, era de listos. Hacer que la gente trabaje cada vez más por cada vez menos dinero, menos derechos, menos seguridad, es de listos. Contratar inmigrantes ilegales porque no se quejan, no se sindican, se pliegan a lo que quieras, es de listos. Pedir alquileres que superan con mucho una hipoteca normal, es de listos; cobrar intereses más altos por los préstamos a inmigrantes, es de listos. Cobrar el paro mientras se tiene un trabajo sin contrato, es de listos. Financiar antes al Cine que a la Universidad, eso es, por desgracia, también, de listos.
Ése es el hijoputismo cultural que tanto daño ha hecho a este país, que tenía y tiene los pisos más caros de Europa con relación al poder adquisitivo y que es la nación con más inmuebles vacíos del continente, con más de dos millones sin uso. Esa pillería nacional ha dado en lo que hoy tenemos: un economía desastrosa desde hace mucho, no de ahora, que no puede competir con ninguna otra; una clase empresarial más que precaria, sablista, que siempre va detrás de que le subvencionen; unos sindicatos que sólo se preocupan de no molestar al Poder, que se despreocupan de los trabajadores, un gobierno poco preparado, de pocas luces y muchas excusas, que improvisa, no planifica, al que le preocupa ganar elecciones en lugar de gobernar y una oposición que es incapaz de rebatir a un gobierno en tenderete; una intelectualidad de poco bulto, una universidad poco o nada relevante; una sociedad, por extensión, cada vez menos preparada, y por tanto, cada vez más indefensa, que tiene que tragar más y más con lo que le echen: condiciones laborales leoninas, gobiernos improvisados, corrupción por doquier, impuestos mal gestionados, niveles de paro insoportables, depreciación de los derechos fundamentales, erosión de las instituciones que la rigen.
Si yo tengo una cartera de piel, usada, y deseo venderla, es legítimo querer alcanzar el máximo beneficio. Pero si te la quiero colocar por un precio desorbitado, unos me llamarán capitalista o neoliberal: el que optimiza al máximo los beneficios; una persona normal, de a pie, me llamará por mi nombre: ladrón.
Lo que nos hemos encontrado en España es algo parecido. Por una parte, la falta de imaginación en el ámbito empresarial y por otra el hijoputismo cultural que venimos arrastrando no sé desde cuándo.
La falta de imaginación empresarial se ceba con los que menos preparación tienen, que en un país como éste, gozosamente inculto, que saca pecho por ello, porque supone la inmediata claudicación ante economías más potentes o baratas. Porque cualquier economía nos hace sombra, supone una amenaza para la modestita economía patria. Antes de que los bancos cortasen la línea de crédito que mantenía a flote a muchas empresas, eran los chinos, más baratos, los que suponían una negra amenaza para las débiles empresas españolas, especialmente en el sector textil o en el del calzado. Donde se va al día, no se investiga, no se invierte: no se innova y por tanto, no se podía competir. Antes de esto, el campo español se veía amenazado por las frutas y hortalizas que venían, por ejemplo, de Marruecos.
Alemania ya está creciendo. Como Inglaterra o Francia. España sigue y seguirá a la cola. Merced a los poderes políticos y económicos que nos rigen. Los que realmente han fallado en esta economía de supervivencia. Los que no han fallado han sido los trabajadores, la gente de la calle, la que va a la fábrica y trabaja sin cobrar. Los rectores políticos y económicos del país: esos son los que han fracasado.
El hijoputismo cultural es el hecho constatado de que en España sólo triunfa el que parece que puede repartir más puñaladas y se condena con frecuencia al más capaz por el sólo hecho de serlo. No en balde, somos el país de la envidia. Así, en los partidos políticos sólo medran aquellos que más daño son capaces de infligir a sus rivales. Sin primar la inteligencia o la capacidad de gestión. ¿Ejemplos? A millones. Pero suelen coincidir con sus líderes y sus escuderos.
Pero eso no es más que un reflejo de lo que la sociedad, el pueblo llano, ha ido haciendo con los años. El hijoputismo que se llama a sí mismo pillo o listo y que no es otra cosa que tratar de aprovecharse vergonzosamente de la situación para prevalecer, más allá de lo razonable, lo justo, lo ético. Vender el piso de la abuela, con más de 30 años, por 125 mil euros, era de listos. Montar una empresa, cobrar las subvenciones y después despedir a los trabajadores, era de listos. Hacer que la gente trabaje cada vez más por cada vez menos dinero, menos derechos, menos seguridad, es de listos. Contratar inmigrantes ilegales porque no se quejan, no se sindican, se pliegan a lo que quieras, es de listos. Pedir alquileres que superan con mucho una hipoteca normal, es de listos; cobrar intereses más altos por los préstamos a inmigrantes, es de listos. Cobrar el paro mientras se tiene un trabajo sin contrato, es de listos. Financiar antes al Cine que a la Universidad, eso es, por desgracia, también, de listos.
Ése es el hijoputismo cultural que tanto daño ha hecho a este país, que tenía y tiene los pisos más caros de Europa con relación al poder adquisitivo y que es la nación con más inmuebles vacíos del continente, con más de dos millones sin uso. Esa pillería nacional ha dado en lo que hoy tenemos: un economía desastrosa desde hace mucho, no de ahora, que no puede competir con ninguna otra; una clase empresarial más que precaria, sablista, que siempre va detrás de que le subvencionen; unos sindicatos que sólo se preocupan de no molestar al Poder, que se despreocupan de los trabajadores, un gobierno poco preparado, de pocas luces y muchas excusas, que improvisa, no planifica, al que le preocupa ganar elecciones en lugar de gobernar y una oposición que es incapaz de rebatir a un gobierno en tenderete; una intelectualidad de poco bulto, una universidad poco o nada relevante; una sociedad, por extensión, cada vez menos preparada, y por tanto, cada vez más indefensa, que tiene que tragar más y más con lo que le echen: condiciones laborales leoninas, gobiernos improvisados, corrupción por doquier, impuestos mal gestionados, niveles de paro insoportables, depreciación de los derechos fundamentales, erosión de las instituciones que la rigen.
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martes, 18 de mayo de 2010
Escrito por Arturo Pérez-Reverte (Artículo publicado en "El Semanal" del 15 de noviembre de 1998, ... pero que parece haber sido escrito ayer)
Usted no lo sabe, pero depende de ellos. Usted no los conoce ni se los cruzará en su vida, pero esos hijos de la gran puta tienen en las manos, en la agenda electrónica, en la tecla intro del ordenador, su futuro y el de sus hijos. Usted no sabe qué cara tienen, pero son ellos quienes lo van a mandar al paro en nombre de un tres punto siete, o un índice de probabilidad del cero coma cero cuatro.
Usted no tiene nada que ver con esos fulanos porque es empleado de una ferretería o cajera de Pryca, y ellos estudiaron en Harvard e hicieron un máster en Tokio, o al revés, van por las mañanas a la Bolsa de Madrid o a la de Wall Street, y dicen en inglés cosas como long-term capital management, y hablan de fondos de alto riesgo, de acuerdos multilaterales de inversión y de neoliberalismo económico salvaje, como quien comenta el partido del domingo.
Usted no los conoce ni en pintura, pero esos conductores suicidas que circulan a doscientos por hora en un furgón cargado de dinero van a atropellarlo el día menos pensado, y ni siquiera le quedará el consuelo de ir en la silla de ruedas con una recortada a volarles los huevos, porque no tienen rostro público, pese a ser reputados analistas, tiburones de las finanzas, prestigiosos expertos en el dinero de otros. Tan expertos que siempre terminan por hacerlo suyo. Porque siempre ganan ellos, cuando ganan; y nunca pierden ellos, cuando pierden.
No crean riqueza, sino que especulan. Lanzan al mundo combinaciones fastuosas de economía financiera que nada tienen que ver con la economía productiva. Alzan castillos de naipes y los garantizan con espejismos y con humo, y los poderosos de la Tierra pierden el culo por darles coba y subirse al carro.
Esto no puede fallar, dicen. Aquí nadie va a perder. El riesgo es mínimo. Los avalan premios Nóbel de Economía, periodistas financieros de prestigio, grupos internacionales con siglas de reconocida solvencia.
Y entonces el presidente del banco transeuropeo tal, y el presidente de la unión de bancos helvéticos, y el capitoste del banco latinoamericano, y el consorcio euroasiático, y la madre que los parió a todos, se embarcan con alegría en la aventura, meten viruta por un tubo, y luego se sientan a esperar ese pelotazo que los va a forrar aún más a todos ellos y a sus representados.
Y en cuanto sale bien la primera operación ya están arriesgando más en la segunda, que el chollo es el chollo, e intereses de un tropecientos por ciento no se encuentran todos los días. Y aunque ese espejismo especulador nada tiene que ver con la economía real, con la vida de cada día de la gente en la calle, todo es euforia, y palmaditas en la espalda, y hasta entidades bancarias oficiales comprometen sus reservas de divisas. Y esto, señores, es Jauja.
Y de pronto resulta que no. De pronto resulta que el invento tenía sus fallos, y que lo de alto riesgo no era una frase sino exactamente eso: alto riesgo de verdad.
Y entonces todo el tinglado se va a tomar por el saco. Y esos fondos especiales, peligrosos, que cada vez tienen más peso en la economía mundial, muestran su lado negro. Y entonces, ¡oh, prodigio!, mientras que los beneficios eran para los tiburones que controlaban el cotarro y para los que especulaban con dinero de otros, resulta que las pérdidas, no.
Las pérdidas, el mordisco financiero, el pago de los errores de esos pijolandios que juegan con la economía internacional como si jugaran al Monopoly, recaen directamente sobre las espaldas de todos nosotros.
Entonces resulta que mientras el beneficio era privado, los errores son colectivos, y las pérdidas hay que socializarlas, acudiendo con medidas de emergencia y con fondos de salvación para evitar efectos dominó y el chichi de la Bernarda...
Y esa solidaridad, imprescindible para salvar la estabilidad mundial, la paga con su pellejo, con sus ahorros, y a veces con su puesto de trabajo, Mariano Pérez Sánchez, de profesión empleado de comercio, y los millones de infelices Marianos que a lo largo y ancho del mundo se levantan cada día a las seis de la mañana para ganarse la vida.
Eso es lo que viene, me temo. Nadie perdonará un duro de la deuda externa de países pobres, pero nunca faltarán fondos para tapar agujeros de especuladores y canallas que juegan a la ruleta rusa en cabeza ajena.
Así que podemos ir amarrándonos los machos. Ése es el panorama que los amos de la economía mundial nos deparan, con el cuento de tanto neoliberalismo económico y tanta mierda, de tanta especulación y de tanta poca vergüenza.
Usted no tiene nada que ver con esos fulanos porque es empleado de una ferretería o cajera de Pryca, y ellos estudiaron en Harvard e hicieron un máster en Tokio, o al revés, van por las mañanas a la Bolsa de Madrid o a la de Wall Street, y dicen en inglés cosas como long-term capital management, y hablan de fondos de alto riesgo, de acuerdos multilaterales de inversión y de neoliberalismo económico salvaje, como quien comenta el partido del domingo.
Usted no los conoce ni en pintura, pero esos conductores suicidas que circulan a doscientos por hora en un furgón cargado de dinero van a atropellarlo el día menos pensado, y ni siquiera le quedará el consuelo de ir en la silla de ruedas con una recortada a volarles los huevos, porque no tienen rostro público, pese a ser reputados analistas, tiburones de las finanzas, prestigiosos expertos en el dinero de otros. Tan expertos que siempre terminan por hacerlo suyo. Porque siempre ganan ellos, cuando ganan; y nunca pierden ellos, cuando pierden.
No crean riqueza, sino que especulan. Lanzan al mundo combinaciones fastuosas de economía financiera que nada tienen que ver con la economía productiva. Alzan castillos de naipes y los garantizan con espejismos y con humo, y los poderosos de la Tierra pierden el culo por darles coba y subirse al carro.
Esto no puede fallar, dicen. Aquí nadie va a perder. El riesgo es mínimo. Los avalan premios Nóbel de Economía, periodistas financieros de prestigio, grupos internacionales con siglas de reconocida solvencia.
Y entonces el presidente del banco transeuropeo tal, y el presidente de la unión de bancos helvéticos, y el capitoste del banco latinoamericano, y el consorcio euroasiático, y la madre que los parió a todos, se embarcan con alegría en la aventura, meten viruta por un tubo, y luego se sientan a esperar ese pelotazo que los va a forrar aún más a todos ellos y a sus representados.
Y en cuanto sale bien la primera operación ya están arriesgando más en la segunda, que el chollo es el chollo, e intereses de un tropecientos por ciento no se encuentran todos los días. Y aunque ese espejismo especulador nada tiene que ver con la economía real, con la vida de cada día de la gente en la calle, todo es euforia, y palmaditas en la espalda, y hasta entidades bancarias oficiales comprometen sus reservas de divisas. Y esto, señores, es Jauja.
Y de pronto resulta que no. De pronto resulta que el invento tenía sus fallos, y que lo de alto riesgo no era una frase sino exactamente eso: alto riesgo de verdad.
Y entonces todo el tinglado se va a tomar por el saco. Y esos fondos especiales, peligrosos, que cada vez tienen más peso en la economía mundial, muestran su lado negro. Y entonces, ¡oh, prodigio!, mientras que los beneficios eran para los tiburones que controlaban el cotarro y para los que especulaban con dinero de otros, resulta que las pérdidas, no.
Las pérdidas, el mordisco financiero, el pago de los errores de esos pijolandios que juegan con la economía internacional como si jugaran al Monopoly, recaen directamente sobre las espaldas de todos nosotros.
Entonces resulta que mientras el beneficio era privado, los errores son colectivos, y las pérdidas hay que socializarlas, acudiendo con medidas de emergencia y con fondos de salvación para evitar efectos dominó y el chichi de la Bernarda...
Y esa solidaridad, imprescindible para salvar la estabilidad mundial, la paga con su pellejo, con sus ahorros, y a veces con su puesto de trabajo, Mariano Pérez Sánchez, de profesión empleado de comercio, y los millones de infelices Marianos que a lo largo y ancho del mundo se levantan cada día a las seis de la mañana para ganarse la vida.
Eso es lo que viene, me temo. Nadie perdonará un duro de la deuda externa de países pobres, pero nunca faltarán fondos para tapar agujeros de especuladores y canallas que juegan a la ruleta rusa en cabeza ajena.
Así que podemos ir amarrándonos los machos. Ése es el panorama que los amos de la economía mundial nos deparan, con el cuento de tanto neoliberalismo económico y tanta mierda, de tanta especulación y de tanta poca vergüenza.
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